miércoles, 22 de julio de 2009

EL OTRO


Había llegado como todos los sábado a tomar su vaso de cerveza. Estaba cansado porque los temas de política cada vez lo ponían más nervios; pensaba que ya estaba viejo para pensar tanto. Se sentó justo en el momento en que Pedro desde la puerta le levantó la mano en un grato saludo, a la vez que se acercaba para tomar el pedido ya conocido.
Ambos se miraron y entablaron un pequeño y corto diálogo sin sentido que ambos emprendían por simple amabilidad:
__ ¿Cómo esta señor?
__ muy bien Pedro, ¿y usted?
__Trabajando como siempre, pero con salud, que es lo importante.
__Así tiene que ser.
__ ¿Qué se va a servir hoy?
__Una cerveza si es posible.
__Para usted todo es posible.
Fue con una tímida sonrisa que éste despidió al mozo; estando ya solo en el rincón se pasó ambas manos por la cabeza, contempló el mantel a través de una mirada cansada y triste, cuando escuchó desde el rincón opuesto de la sala el sonar finito de un carcajada irónica memorizada en su mente maldecida.
La reconoció por su ropa, la reconoció por su peinado, por no usar escotes que dejen al descubierto su pequeña talla de senos redondos pero firmes, la reconoció por su espalda esculpida como en mármol, por sus bucles que insinuaban a propósito todo lo prohibido.
Quiso marcharse, pero ya su mirada se había aprisionado en aquella, su cuerpo se posicionó en una táctica posición contemplativa imposibilitándolo de todo movimiento; le dolía el cuerpo, el alma, la mente, la vista, todo le dolía en ella, nada era de él, ya no era dueño del mundo, ni siquiera de él mismo era dueño.
Pedro llegó sonriente y agachándose tan sólo un poco le sirvió la cerveza, ese ya no estaba, no lo vio, era otro, y Pedro se puso serio.
El otro la miraba, la observaba, ella estaba con él. Ella no lo miraba porque no lo había visto, el otro, si la miraba porque si la había visto, le hablaba intensamente con la mirada, la llamaba de ese modo, pero ella disimulaba no escucharlo.
Fue en ese momento justo, ese momento, ningún otro; en que se vieron, el momento en el cual explotó el tiempo y el espacio paralizando todo lo dinámico del acto. Ella se refugio en él, en sus besos, abrazos, en una máscara que la formaba desconocida para lo conocido, pero el otro simplemente la descubría, tiraba su máscara al piso porque conocía sus irónicos movimientos falseados por sentimientos convencidos de una verdad tan errónea como el conocimiento de las cosas.
Ella se paró para alejarse de él y de la mirada del otro.
El otro pidió a Pedro un cigarrillo; éste aún más serio que antes no sólo se lo dio sino que lo encendió; El otro buscaba la posición adecuada del cigarrillo entre sus dedos, no conocía la táctica de tomar entre sus manos de tinta aquel elemento de papel contaminado, hasta que en su ignorancia lo agarró de la forma más sencilla, lo aprisionó entre el pulgar y el dedo medio. Aspiró con fuerza, con ganas, terminando con una tos que lo hizo levantarse de su silla colocando en su cuerpo la mirada de todos, aún de ella, que se acercaba a él.
Colorado en las mejillas tiró el cigarrillo recién encendido, recordó que no fumaba y que nunca lo había hecho. Se sentó en su silla y bebió un trago de la cerveza ya caliente.
Sin quitar su mirada de aquel cuerpo frágil, femenino, llegó a comprender lo poco de la comprensión que le quedaba, comprendió pues, que ella jugaba con su seducción, se aprovechaba de la debilidad de un hombre, se aprovechaba de la debilidad del otro.
No le quedaba en la vida más que intensos recuerdos de un momento plasmado de eternidad con tintes de fugacidad imperceptible; recordó que había ido a parar a aquel bar porque era el único al cual sólo la utopía podría posicionarla allí, y porque odiaba sentirse preso la esquivaba, nunca sospecho que la amaba, porque no creía en la existencia de un significado para la palabra amor, y es que lo que se siente nunca puede nombrarse, porque en ese momento nos encontraríamos no sólo preso de los sentimientos sino también de las palabras que nos limitan en la formación de una subjetividad particular plasmándola de colectividades homogéneas que nada tienen que ver con nuestra existencia.
Pedro cambió el vaso de cerveza caliente por un vaso de cerveza bien fría. El otro pidió un sorbete para sin tener que mover más que el torso y la cabeza pudiese tomar de la amarga bebida sin obligarse a quitar la mirada de ella.
Ella, por su parte seguía abrazado a él por la cintura, por debajo de la mesa, el otro, podía observarla como entrelazaba sus pies a los de él y con su mano jugaba a abrir braguetas; él le hablaba al oído, no sospechaba siquiera de la dramática actuación de aquella mujer, y porque el otro si comprendía el acto no se ponía celoso.
La primera vez que se vieron fue cuando tocando el pomo caliente de la puerta descubrió el oleaje de la primavera al dejarlo entrar en su casa, ni hubo palabras siquiera, sólo una revolución hormonal que los llevó hacia el piso conformando un monstruo de cuatro manos y cuatro pies, y dos cabezas que no valían por ninguna. Se tocaban, se chupaban, se ensalivaban sin saber siquiera el nombre del opuesto, ni el minuto en el tiempo, ni la historia, ni el pasado, menos el presente, menos el futuro. Esa fue la primera vez de ambos, pero no la última. Ella en su mitología de existencia decía “tal vez tuvimos algo en la otra vida, y en esta vida nos reconocimos”… ese algo... qué feo fue comprender que no había explicación para ese algo.
El otro fue descubriendo de a poco la afición de ella por la escritura, esa profesión que la llevaba a convertir lo inverosímil en lo más verosímil posible; admitía a menudo que odiaba su literatura, porque le robaba el poco tiempo que ella le dedica al otro, remitiendo los hechos a unirse en uno en fugas destello y terminar en un diálogo de filosofía mitológica de ninfas mal paridas. El otro le hablaba poco de política, porque la consideraba una rival con atributos de quitarle el puesto.
Cuando tocó la realidad nuevamente, concibió que la pajita se había transformado sin permiso en un pequeño colador con marcas de dientes y que la cerveza nuevamente estaba caliente. La vio a ella con él, bailando un tango.
Ni ella, ni el otro podían dejar de mirarse. Los gatos saben disimular bien la infidelidad, aunque a veces subestiman demasiado, pero no en vano era escritora, el oficio le había otorgado trucos de actriz, trucos de mentirosa.
Bailaba bien, pero sólo con él bailaba, con el otro se daba la manía de no hacer nada, de no ser mayor, de no ser seria, ni compañera, ni amiga, cumplía con su rol de amante cuasi adolescente, donde todo era un juego que a veces jugaba sólo ella, otras sólo el otro y en muy poco tiempo compatibilizaban jugando los dos. No hacían preguntas, no formulaban teorías, no pensaban, ni se daban explicaciones, sólo se remitían a vivir, a romper con la estructura social que impone hasta la forma de actual. El otro si que sabia de estructura sociales, del manejo de ideologías infames propensas al control mundial, el otro estaba destinado a hacer el verso al universo entero, menos a ella;

Recordó como un día, luego de terminar de ser uno, el otro le pregunto a ella:
__ ¿vas a votar por mí?
__No.
Sin pensar más de lo que podía se colocó el pantalón y el resto de la ropa, se apuró a llevarla a su casa, se dio cuenta que no quería estar con ella, porque la consideraba más inteligente que si mismo.

Entre pensamiento y pensamiento, su miembro se puso duro, y entre las piernas lo incomodaba, ella bailaba dejando al descubierto un largo tajo que llegaba asta el muslo, y la excitación no sólo le corría por su viril instrumento sino por la sangre, por el cuerpo, por la piel dejándolo al borde del colapso. Con la mano, sin disimular movía el palo a un costado, al otro, lo puso para arriba, para abajo, pero en todas las posiciones le molestaba, éste quería salir, buscarla, encontrarla y aprisionarse en su cuerpo.
¿Cuantas veces había rosado su clítoris? Muchas más de lo que imaginaba, considerando que ya se conocían de la otra vida. ¿Cómo habría sido la otra vida? ¿Habría sido el otro el oficial?
Entre miradas y mirada, ella le tiró un beso que fue a parar justo en la punta de su pene, logrando el subir de una electricidad que mojó su pantalón por completo. El otro con el codo falseo un movimiento incoherente pero posible y arrojó la cerveza entre sus piernas, y con esta excusa se fue al baño a limpiarse.
Abrió la puerta y se encontró sólo, despeinado, mojado, desesperado… se miró al espejo sin observarse, teorizaba sin hipotetizar, concluía sin razonar, se sentía finalizado, fuera de batalla. Se sintió el iluso más tonto del mundo, se sintió lo que siempre había sido, “el otro”, desmintió en un absurdo comprender la irónica afirmación que el incrédulo le había lanzado “¡para usted todo es posible!”.
Salió del baño y ya no la vio, ni a ella, ni a él, ni nadie, y es que en su ausencia nada de lo otro existía.
Se sentó en la mesa nuevamente, y Pedro otra vez sonriente, le sirvió el vaso de cerveza.

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